Sobre la radio.
No soy de la generación de la radio: crecí en la ciudad en los años 80, década de acelerado crecimiento tecnológico, al lado de una familia relativamente grande que adquiría siempre los nuevos desarrollos tecnológicos. Que el televisor a color, que el betamax, que el computador que lentamente de una pantalla ámbar llegó a una de 16 millones de colores que navegaba en internet. La radio fue siempre un objeto olvidado en los cajones de la mesa de noche de mi padre, una posibilidad que tenía mi grabadora con casette, que pocas veces utilizaba.
Pero son los cajones donde estaba olvidado el radio negro SONY ICF 7600 donde estuvo ese contacto mágico con el grande universo en el que yo supuestamente estaba insertada.
Si, el radiecito negro del papá como le decíamos, fue quien a mis muy cortos 6 o 7 años me hizo pensar en otros mundos, donde hablaban otros idiomas y donde las noticias no eran ni las bombas ni el narcotráfico de esa década tormentosa para Medellín. Eso era misterioso y casi mágico.
Yo sabía que el televisor con tres canales colombianos, con los mismos programas todos los días implicaba un desarrollo tecnológico que yo no entendía, ¡pero qué más da! Decía yo, siendo aun una niña hechizada en mi cotidianidad por ese cubo con gente por dentro diciendo cosas y mirándome desde la oscuridad de la caja. Pero yo estaba tan acostumbrada ya a esa experiencia, por lo cotidiana que era que no me extrañaba pensar tales cosas o ignorar la verdadera esencia del tan aclamado invento moderno que era la TV.
Pero lo que pasaba con el radiecito negro era una experiencia absolutamente diferente: sentarse con mi padre en absoluto silencio a mover el dial en una de las 7 bandas buscando una emisora de otro país tan lejano que yo no lograba imaginarlo. Recuerdo la emisora del Vaticano y no sé si es dentro de la imaginación o dentro de un recuerdo casi borroso que se escucha al señor Papa, y luego después del sonido de la estática y la señal perdida, Voilá! Otra emisora, esta vez, como decía mi padre, era británica, porque ese era inglés británico. Y luego una francesa, porque mi padre decía que eso era francés, sin lugar a dudas. Y entonces yo le preguntaba, pero porque sabía que eso es francés, ¿tú sabes francés? Y él me respondía “tú no sabes todo lo que yo he hecho en la vida, eso es francés”.
Además de la experiencia personal al lado del hombre de absoluta sabiduría que yo creía que era mi papá, era pensar en medio de ese silencio, como era ese mundo, tan grande, tan lejano. Pensar en cómo diablos si las emisoras colombianas no se escuchaban en carretera o en mi finca, porque una británica, de tan extraño país, se escuchara simplemente en un radiecito negro.
Con el radiecito negro comprendí lo global del mundo en que había nacido. De ese país que decían que era Colombia no era todo y menos esa ciudad metida entre montañas que resultaba ser Medellín, donde todo era tan asfixiante y donde salir a la calle producía terror. El radiecito fue desde entonces y hasta que cobre conciencia de mi misma como individuo, quien me trajo la información de otros mundos, y supongo que me empezó a formar una conciencia de este amplio mundo pero pequeño unido por las telecomunicaciones. Un mundo donde no importa donde estés, un pequeño radiecito negro puede traer noticias de ti.
Sobre la radio. Parte II
Muchos años después, en busca de un pasado perdido, hurgando en la nostalgia del recuerdo, abrí los cajones de la mesa de noche de mi padre y ahí estaba el radiecito negro. Yo sabía lo que iba buscando y lo encontré como si fuera el único objeto del que yo pudiera asegurar todavía donde pudiera sentir el tacto de sus manos ausentes.
Los primero que hice fue mover las siete bandas que esperaba me llevaran de nuevo a esos mundos lejanos inventador por la fantasía infantil de una niña de siete años. Para mi sorpresa, lo único que escuchaba era la estática y de nuevo la estática de la señal ya casi absolutamente perdida. Logré tener un par de señales poco claras de una emisora cubana y otra venezolana, me hizo pensar en que el comunismo hace conservar tan bonita acción de un campesino en medio de la nada moviendo un dial para escuchar las noticias. Pero sigue siendo una imagen absolutamente romántica y hasta pastoril, pero que nada se pareció a la sensación de la niña de siete años.
Mas que la presencia de una imagen, el radiecito negro, que conservo al lado de mi cama y que prendo todas las mañanas y todas las noches desde hace un par de meses, me lleva a una imagen ausente, una imagen que ha sido reemplazada, que murió y no existe. El objeto que evoca el pasado, tiene una nostalgia irremediable por experiencias que se han perdido. Y aunque mi corazón quiere sentir de nuevo la experiencia mágica del radiecito esa magia solo existe en el sueño, en el deseo, en la ausencia.
La imagen que existe en el mundo practico y lejos de mi corazón es otra. Ahora es el cubo ese oscuro con gente por dentro el que podría reemplazar la experiencia el mundo agazapado a través de la tecnología, y luego el computador, que en su pantalla de 16 millones de colores, me puede dar en cuestión de segundos aproximadamente 205.000.000 resultados a una búsqueda que solo dura 0,05 segundos. La experiencia frente al televisor y al computador nada tiene de romántico, ni de mágico. Tecnologías que rápidamente se instalaron en la labores cotidianas que se hicieron tan necesarias que ahora parece improbable la vida sina algunas de ellas. Tecnologías que te permiten hacer 10 albores al tiempo, 10 cosas que piensas al tiempo, 10 cosas que escuchas la tiempo, 10 cosas que escribes al tiempo, 10 cosas que ves al tiempo.
Lejos está y muy ausente, la paciente labor del dial para pensar que el mundo lejano se comunica a través de un radiecito negro.
1 comentario:
Mi papá escucha radio. Siempre ha tenido radios de bandas, de 7, o de 9. Es más, en navidad nos pidió un radio. Creo que lo tratamos como un viejito: le dijimos que eso no le servia mucho, que mejor otra cosa. Le tengo que regalar un radio bien chévere.
Mi tío Dario también escuchaba radio, de esos radios azules cuadrados, y caracol dando la hora siempre. Eran los tiempo de Betulia, de tinto y gallos.
Yo escuche las emisoras chinas, británicas, francesas. Yo no he hecho nada en la vida, pero que eso es francés, es francés. Estaba pequeñito, me metia en medio de dos bultos de zanahorias y sintonizaba el tour de Francia o la vuelta España en emisoras europeas. Soñaba, pensaba, iba pasando el domingo en otro lado que no fuese en el que me toco...
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