"Primero estaba el mar" era el libro que leía mientras estaba en el tren color crema que combinaba perfectamente con el verde aguamarina de sus sillas. Delante de mi, en una de esas sillas incomodas como de nave espacial, mientras las páginas me hacían oler la sal del agua en el tropical Urabá, estaba un chico con pelo largo y pinta de roquero, Joe según el inicio de Windows de su computador, que editaba supongo yo, alguna composición propia digamos de rock metálico pesado. Mientras las ondas del sonido de algún instrumento se iluminaban cada vez que presionaba la barra espaciadora, mis páginas me ayudaban a viajar en medio de la lluvia tropical, los paisajes frondosos de arboles muy verdes muy verdes, el olor profundo de la madera húmeda, el sonido del agua sobre los techos de zinc, los relámpagos sobre el horizonte del mar, la oscuridad atenuada por una luna y las estrellas centelleantes. El tren, cuyo destino final era Zurich, iba entre rápido y ruidoso asi como una lancha en aguas tranquilas, solo que con menos espuma mágica. Como una lancha con el horizonte claro e iluminado, mi tren entre la oscuridad de lo ignoto, como un gusano enceguecido al fin, por la rutina de arrastrarse. Cuando llegué a mi destino, me sentí llegando a la nada, como esas lanchas que llegan a playas vírgenes y la estación olía a cualquier combustible que usara la locomotora o el motor, y el aire tibio, tan de vacaciones, tan lejano, pero tan cerca. De pronto no supe que estaba tan lejos y que si bajaba las escaleras divisaría a lo lejos la punta iluminada por un faro y de pronto escucharía sin verlas, a las olas que se repiten incansablemente como si su recorrido fuera nuevo a cada vez. Pero no. Encontré en cambio una ciudad de muñecas, unos taxis esperando viajeros fantasmas que se espantan con su sombra y no se aventuran por tanto a las calles mal iluminadas que producen la duda de su propia alma.
Un poco de temor y vacío porque no encontré ningún faro, ni ningún barco a lo lejos. Porque no hay horizonte claro. Solo los caminos de piedras centenarias y guerreras, el silencio de mi noche de muñecas, la luz titilante y débil de mi bicicleta.
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